
La hora de Ambrosius Kinston
Ambrosius Kinston se acercó hasta la alcoba para coger sus viejas gafas de leer de cara a observarse en el espejo. Encorvado y adelgazado, así se vio. Y no era para menos, a poco como estaba de cumplir los ochenta y tres años de vida.
Llevaba puesta su familiar levita negra, tan vieja como él mismo, la cual a pesar de su aspecto apolillado seguía utilizando con habitualidad. Pretendía, durante su último paseo, protegerse bien del frío que al fin y al cabo, como decía su exigente y difunto padre, el Profesor Kinston, "las cosas mejor hacerlas bien que hacerlas".
Tan solo le faltaba su anticuada chistera, guardada en una caja situada encima del armario ropero de estilo isabelino y madera oscura que tantos años llevaba perteneciendo a su familia. Tras colocársela, momento al que concedió gran protagonismo, su intención fue la de enderezarse para lograr alcanzar un trazo recto que abarcase desde la punta de sus pies hasta lo alto del gorro pero al constatar la imposibilidad de semejante hazaña no tuvo otra opción que claudicar. Más fácil hubiera sido enderezar un arco de recia madera.
Antes de abandonar la estancia, sacó del primer cajón del escritorio una caja lacada a la que dio su tiempo para examinar, lo suficiente como para permitirse un pensamiento relacionado con ella. Dentro descansaban las dos pistolas, herencia de su familia, culpables de acabar con la vida de su madre en aquella noche aciaga en la que su progenitor diera rienda suelta a su furia y que él mismo también empleara en varias ocasiones para deshacerse de molestos competidores en su afán por enriquecerse a cualquier precio.
Descendió las escaleras que comunicaban las dos plantas de su mansión de Kinston Manoter, a las afueras de la ciudad, desfilando ante la hilera de cuadros que decoraban la pared, todos oscuros y de estilo deprimente como la naturaleza de su dueño, comprados siempre a un precio menor de su valor mediante amenazas y coacciones.